EN CHABASQUÉN
Edgardo Malaspina
Llegamos a Paraíso de Chabasquén por una carretera empinada.
Seguimos la ruta de la Campaña Admirable. Eran casi las cuatro de la tarde. Nos
reciben en el Museo Arqueológico de la ciudad. El director del museo nos da la
mano y se presenta: Luis. Así a secas, con mucha sencillez, con mucha modestia.
Luis ha recolectado innumerables piezas que adornan el museo: hachas antiguas,
armas de fuego, instrumentos musicales,
herramientas de trabajo, botellas, pinturas, y muchos otros objetos que la
gente ha donado en cariñoso gesto para conservar la memoria del pueblo.
Julio Mendoza, el cronista de Chabasquén, es un
hombre pequeño de estatura, pero grande de corazón. Es un profesor jubilado.
Enseñaba castellano y literatura en el liceo, y ahora se dedica con mucho entusiasmo a escribir la historia
de su pueblo. Julio nos da la bienvenida con un trago de cocuy que carga
en una garrafa y nos acompaña hasta el
hotel Punto Criollo, frente al Cerro Mulato. Fernando Rodríguez después de
probar la bebida espirituosa dice: “ese trago me regañó, lo mío es whisky”. Julio
señala hacia la intrincada montaña y afirma que por allí pasó José Félix Ribas,
el héroe de la Campaña Admirable.
Punto Criollo es uno de esos hoteles acogedores de pueblo. Todo tiene una chapa
antigua, familiar. La habitación es pequeña con paredes desvaídas pero limpias.
El piso de cemento es rojo con matices descoloridos. Hay una mesa de madera y
eso me gusta. No tolero las de hierro. Son frías en todos los sentidos.
A las seis
estamos en la Villa del Paraíso, un restaurant muy pequeño. Luego nos vamos
nuevamente al museo. Nos acompaña Esención, una hermosa chica a quien le
manifiesto que su nombre seguramente es Asunción, y que por las conocidas deficiencias
idiomáticas de los registradores de hace algunos años, le fue cambiado. Su risa
sólo tiene una traducción: eso es imposible.
Nos encontramos con un obelisco. Seguimos unas
cuadras más por la calle principal. Hay casas viejas bien restauradas en estilo colonial con
colores muy vivos y grandes ventanales de hierro. En el museo se prepara una
velada artística. Julio dice que el nombre de la ciudad se relaciona con la
flor paraíso, y agrega que el pueblo es fácil de querer y difícil de olvidar. Y
tiene razón.
Un grupo de
niños baila el tamunangue, y percibo en
el canto y el baile un aire de tristeza. Mientras el conjunto “Cuerdas del
Paraíso” toca valses nos obsequian con vino de mora y cocuy.
Ya en el
hotel ojeo los libros que me regaló
Julio: De oro púrpura y Rostros de la niebla. Ambos de su autoría. En el
primero hay crónicas nostálgicas: “Cuando después de tantos años de ausencia
volvemos al lar que nos vio nacer, lo primero que aflora en la reminiscencia
son los tiempos inolvidables de la juventud. Correr descalzos por la ribera del
Chabasquensito , o del río negro, comerse las guayabas en los potreros del Vargas & Valero, irse
río abajo dándole topes a las piedras para pescar cascarrones y lisas…”
Rostros de la
niebla es un poemario. Lo abro y cae en Arroyito campesino: Arroyito cantarino/que
vienes de la montaña/lanzando susurros entre la corriente/guardas en tus pozos
pececitos tiernos/flores de bucare y
espejos de tiempo.
Cerca del hotel pasa el río de los recuerdos de
Julio. Me duermo con la música apacible del correr de sus aguas.
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